“Contamos nuestras historias para sanar, visibilizar, ayudar, no permitir y para no olvidar.”
Familiares de sobrevivientes de tortura.
Modus operandi: ¿Cómo funcionan los dispositivos de tortura?
“Te pido no me juzgues, no me ataques y
mucho menos no me tengas miedo.
Preguntame, es mejor. Así sabrás la verdad”
Sobreviviente de tortura.
Un día normal, policías vestidos de civil se presentan en tu casa: golpean con fuerza la puerta y con gritos e insultos te dicen que debes acompañarlos a la agencia del Ministerio Público a “aclarar unos hechos en los que ‘alguien’ te señala”.
Alarmado por la situación, uno de tus familiares -que se encontraba en tu casa- pide a los oficiales permiso para acompañarte a aclarar los hechos, a lo que los policías acceden. Más tarde, llegan a casa tus familiares que se encontraban trabajando, un vecino les cuenta que te han llevado unas personas que no parecían policías; piensan que se trata de un secuestro y el terror les paraliza.
En el camino, te vendan los ojos, te golpean y te advierten que “ya te chingaste”. Después de algunas horas, llegan a un lugar que desconoces (es de la bodega de una Fiscalía de un estado de la República diferente al que te encontrabas hace unas horas). Los agentes supuestamente encargados de hacer cumplir la ley, te quitan la venda de los ojos para mostrarte fotos de tu casa y de tus seres queridos, mientras te gritan: “si no cooperas, te vamos a matar a ti y a tu familia”. Además de una golpiza, te dan descargas eléctricas, abusan sexualmente de ti, te sumergen en agua hasta casi ahogarte y te obligan a presenciar cómo torturan al familiar que te acompañó.
Después de haber sufrido de manera indescriptible, te hacen firmar unos documentos. Ya en presencia de ministerios públicos y defensores de oficio, estos prefieren dejar pasar tus lesiones y las irregularidades de las declaraciones; el personal médico legista apenas te mira, no hicieron caso del estado en que llegaste.
Ahora, te presentan ante una multitud de cámaras y reporteros de medios de comunicación, te colocan a lado del familiar que venía contigo y otras personas que nunca habías visto antes. En la mesa frente a ti, hay fajos de billetes, armas y drogas; detrás de ti, los logotipos de alguna fiscalía. Es ahí cuando, por primera vez, tomas consciencia de que te están acusando de haber participado en una serie de graves delitos que no cometiste: ahora eres un criminal.
Con una condena que va más allá de tu comprensión, te encuentras en una prisión, sufriendo aún más agresiones. Tú fuerza para soportar esta pesadilla es tu familia, pero verla no es sencillo: te han mandado a otro estado, te encuentras lejos de todo. Tus familiares deben elegir entre sobrevivir, pagar a un abogado, depositarte algo de dinero para que puedas comer, o visitarte. Han pasado varios años y se ratificaron las sentencias: seguirás en prisión. A este punto, el Estado ya presume que atrapó a otro criminal y los medios lo repiten, la sociedad se convence de que el “malo” eres tú ¡que te lo merecías!
Luego de muchos años de lucha de la mano de tus seres queridos, logras recuperar tu libertad, ¿es este el “final feliz”? No. Las autoridades nunca aceptaron que se equivocaron, mucho menos les interesa reparar el daño. Regresas a casa y en tu colonia te ven como un “delincuente”, sigues teniendo antecedentes que dificultan conseguir trabajo y cargas con todo lo que viviste. Nada de esto se siente como imaginabas que sería cuando en tu insomnio mientras estabas en prisión, creaste este momento, “¿no era la libertad el fin del proceso?”, te preguntas.