Originalmente publicado en Noche y Niebla – El Universal 13/05/13

Por Valeria Moscoso Urzúa*
En los últimos meses, el debate en torno a la Ley General de Víctimas y sus reformas inició una amplia discusión sobre la situación de violencia y de impunidad que se ha instalado en México. No obstante este debate, pareciera ser que la Ley de Víctimas ha puesto de lado, precisamente, el reconocimiento de las víctimas, así como la definición integral de las circunstancias que configuran su victimización, centrándose en aspectos meramente políticos y jurídicos.

Esta situación ha generado un falso debate que ha contrapuesto, por ejemplo, víctimas versus delincuentes o, peor aún, víctimas del delito versus víctimas de violaciones a los derechos humanos, por lo que hoy en día resulta difícil de entender claramente qué significan estas nociones y, mucho menos, sus respectivos “apellidos”, lo que termina por constituirse como un factor más de revictimización para las miles de víctimas que desde el dolor y la indignación han logrado dar visibilidad a esta tremenda realidad.

Para evitar caer en este falso debate partamos de dos afirmaciones básicas: Primero, cualquier victimización genera un impacto en la persona que la vive, así como en su entorno y la sociedad en general. Segundo, toda victimización requiere, para su superación, el actuar de la justicia, la sanción de los responsables y una justa reparación. Dejando esto claro, entonces, se hace necesario entregar algunos elementos que nos permitan entender tanto las posibles razones que se encuentran a la base de las actuales confusiones, como las características específicas que identifican a las víctimas.

Hablar de violaciones a derechos humanos no es lo mismo que hablar de delitos. Sin decir que unas sean más graves que los otros, cabe insistir que existen características y diferencias fundamentales necesarias de tomar en cuenta. Los derechos humanos, por un lado, constituyen el conjunto de todas aquellas libertades, facultades, y atribuciones que tenemos como seres humanos, de manera intrínseca y universal, por el sólo hecho de existir. Estos derechos han sido consensuados y aceptados por las distintas naciones como la base mínima para el disfrute de una vida digna, independiente de la sociedad en que se viva y de los ordenamientos jurídicos vigentes.

En términos concretos, además, los derechos humanos se han traducido en una serie de documentos normativos globales como son la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (1948) o los Pactos Internacionales (1966) a través de los cuales las distintas naciones han adquirido el compromiso de respetarlos, protegerlos, garantizarlos y cumplirlos. Estos textos cumplen con una tarea fundamental que es la de regular las relaciones Estado-personas entendiendo al primero, precisamente, como la principal institución encargada de proteger a la sociedad. El cumplimiento de estas obligaciones, además de mantener la paz y armonía en un grupo social, tienen un importante correlato tanto en la psique individual como en la subjetividad colectiva, desempeñando la función de apuntalar la necesidad de seguridad de la población y permitiéndole, así, continuar con su día a día.

Con esto como base, las violaciones a los derechos humanos se entienden como una transgresión: 1) que viola las condiciones y facultades más inherentes de la persona; 2) que trasciende los ordenamientos jurídicos que rigen al interior de las naciones, adoptando un carácter universal; 3) que es atribuible al Estado, es decir, en la medida en que se incumple con estas obligaciones -por acción u omisión-, es el Estado el responsable directo de las violaciones a los derechos humanos, generando en las personas una doble afectación individual y social.

Aquí es importante enfatizar que ninguna violación a derechos humanos es posible sin que exista toda una estructura de corrupción e impunidad que involucra, incluso, la implementación de aparatos técnicos y la formación de personas especializadas que permita y hasta planifique la violencia. Al contrario de los discursos que afirman que las violaciones a derechos humanos corresponden a casos aislados y/o excesos de funcionarios individuales, éstas responden más bien a una determinada estrategia sistemática e institucional de control y dominación cuya intencionalidad es, justamente, producir efectos de miedo y amedrentamiento colectivo que serán funcionales a los intereses y necesidades de los grupos en el poder.

En el caso de los delitos, si bien apuntan a una serie de acciones que violan o transgreden, estos constituyen prohibiciones normativas creadas por el Estado para regular las relaciones persona-persona; no sólo son dependientes del contexto social e histórico de cada nación sino que limitan su vigencia a un determinado territorio. Asimismo, no responden necesariamente a un objetivo de control social ni requieren forzosamente de la existencia de toda una estructura que los sustente, sino que son mediados por distintas variables las que dependen, una vez más, del contexto particular en que sean cometidas. Las acciones delictivas, además, no son atribuibles al Estado sino que son cometidas por particulares. En este sentido, si un privado comete un delito existe la posibilidad de acudir a las autoridades por apoyo y solución, pero si son las instituciones – justamente las responsables de brindar protección a la ciudadanía- las que infringen el daño, ¿dónde acuden las víctimas para buscar ayuda?

El quiebre en las obligaciones que tiene el Estado de respetar, proteger, garantizar y cumplir con los derechos humanos deja a la sociedad en un estado total de vulnerabilidad donde se pierden los espacios de seguridad y protección; este estado de vulnerabilidad, así como la pérdida de confianza en el Estado y sus representantes, produce en las personas un fuerte efecto desestructurador que generará una serie de secuelas tanto a nivel individual como a nivel social.

La importancia de estos elementos al momento de hablar de las víctimas (y, especialmente, de una Ley General de Víctimas) es sustantiva pues es desde aquí donde lograremos comprender no sólo las diferencias entre delitos y violaciones a derechos humanos sino, además, los impactos particulares de cada uno y las distintas acciones que deben emprenderse para buscar soluciones a las condiciones de victimización. Reiterando que el acceso a la justicia, la sanción de los responsables y la reparación integral constituyen el mínimo común denominador que debe existir para toda víctima, en los casos de violaciones a derechos humanos resulta obvio que las respuestas no pueden ser las mismas que cuando se trata de delitos perpetrados por un particular.

Mantener la discusión en falsos debates, perpetuar las confusiones que impiden una efectiva comprensión de los acontecimientos, disociar el sufrimiento de las personas de los distintos contextos en los que este es generado, no sólo puede llegar a obstaculizar los procesos de reparación y recuperación de las mismas víctimas, sino que puede funcionar, además, como un elemento que dificulte aún más el acceso a la justicia, permitiendo -implícita o explícitamente- que este tipo de cosas continúen sucediendo.

En este contexto, la Ley General de Víctimas constituye, sin duda, un importante primer paso. Sin embargo, aún quedan muchas acciones pendientes para que esta se convierta en un mecanismo eficaz, capaz de garantizar realmente la plena protección y reparación de las miles de víctimas en México. Esta tarea es transversal y no se limita a una ley, una adecuada implementación o, incluso, a la comprensión del fenómeno sino que requiere, forzosamente, de un trabajo integral, cercano a las mismas víctimas, que reconozca y respete su dignidad y que asuma el tema como una política del Estado.

* Coordinadora del Programa de Atención Psicosocial de la CMDPDH

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