Por Valeria Moscoso Urzúa *

 

Entre los años 2005 y 2010 fueron asesinadas, sólo en el, 1003 mujeres, según las cifras manejadas por el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio obtenidas de la Procuraduría General de Justicia de la entidad. En 522 de estos asesinatos (56.7 por ciento) se desconoce la identidad del asesino; al 2011, a su vez, el porcentaje de casos de homicidios de mujeres con sentencia ascendía sólo al 4 por ciento, mientras que en todos los procesos el camino para obtener un mínimo de justicia ha tendido a caracterizarse por un sinnúmero de actitudes basadas en el más profundo machismo, dejando a las mujeres en una mayor vulnerabilidad.

En nuestro país, las cifras dehan ido en un alarmante aumento en los últimos años, la problemática, sin embargo, no ha sido adecuadamente atendida por las distintas autoridades, sumando al contexto de violencia un escenario marcado por la impunidad. Frente a esta realidad, que se ha intentado ocultar desde los medios y el mismo Estado, se vuelve fundamental no sólo el trabajo de prevención y denuncia sino que, incluso, previo a esto, es necesario comprender el fenómeno desde sus bases, desde los distintos elementos que la configuran y permiten su permanencia.

De manera general debe entenderse que la violencia contra las mujeres no se trata de una problemática individual o enmarcada y limitada al espacio privado/íntimo entre las parejas -como tradicionalmente se tiende a pensar-, resultado de un “exceso de pasiones” o de trastornos mentales aislados sino que, más bien -y tal como ocurre en todos los tipos de violencias-, apunta a una cuestión que posee un importante trasfondo histórico, político, económico y, por lo tanto, corresponde a un asunto público que compete y que requiere la intervención de todos y todas. Desde esta afirmación, entonces, derivan tres puntos que son esenciales.

Uno. Toda violencia tiene como común denominador una forma desequilibrada de ejercicio del poder, el que se despliega desde un grupo contra otro grupo socialmente discriminado y se mantiene mediante las distintas formas que puede adoptar el uso de la fuerza (que no necesariamente es física, sino que puede ser psicológica, económica, política, etc.); siguiendo con esto, la violencia contra las mujeres, sea que se dé en el espacio íntimo del hogar o en los diversos espacios públicos -incluyendo a las instituciones y el Estado-, encuentra su origen y se hace posible justamente en la existencia de una serie de patrones de relación históricamente desiguales entre hombres y mujeres, que derivan en que éstas sean despojadas de su valor y dignidad como personas, pretendiendo sustentar la supuesta supremacía de los primeros frente a las segundas sobre la única base de las diferencias biológicas, como si esta desigualdad fuera algo normal, natural y no algo socialmente construido.

Un segundo punto, y muy importante: ninguno de nosotros -independiente de nuestra edad, lugar de residencia, nivel socioeconómico, etc.- queda exento de estas desigualdades, tan propias de nuestra cultura patriarcal, pues nos han sido transmitidas desde siempre y las hemos aprendido casi por osmosis a través de diversos mecanismos y mensajes -desde la familia, la escuela, los medios de comunicación, etc.-, expresándose, a su vez, a través del lenguaje, de ideas estereotipadas, actitudes y prácticas que, consciente o inconscientemente, colocan a hombres y mujeres en determinados roles y justifican la discriminación y la violencia como la respuesta obvia ante cualquier conducta que se aleje de este rol. De aquí, entonces, que no sea extraño escuchar, no sólo desde las autoridades omisas o de quienes consideramos como “machistas” -hombres y mujeres-, sino incluso, a veces, desde nosotros/as mismos/as frases como “así son los hombres”, “es que a ella le gusta que la traten así”, “esas no son horas para que una mujer ande sola”, “es su culpa por no dejarlo”.

Expresiones como estas, que pudieran parecer inocentes, no sólo encubren y legitiman la desigualdad y la violencia contra las mujeres sino que termina minimizándola como problemática social, privatizando y cronificando sus impactos, permitiendo que la sociedad y el mismo Estado se sustraigan de su responsabilidad e, incluso, colocando en las mismas mujeres la responsabilidad de su victimización pues en la medida que usan la falda más corta, un escote más pronunciado, salen a divertirse en la noche o toman sus propias decisiones, “fueron ellas quienes lo provocaron”, ergo, “se lo merecen”, como si esto fuera una inequívoca invitación a la violencia.

Tercero. Que al igual que las causas de la violencia no pueden reducirse a desordenes mentales aislados, las distintas reacciones que presentan las mujeres que viven contextos violentos tampoco pueden ser observadas únicamente desde la lente de la medicina o la psiquiatría, que tienden a ver estas expresiones como síntomas individuales, ajenos al contexto y que dan cuenta de una determinada patología –como los trastornos depresivos, el estrés post-traumático, etc.-, donde termina siendo la mujer, de nuevo, la enferma, la que de una u otra manera falla: por quedarse, por irse, por reaccionar, por no reaccionar; ignorando completamente el alcance que pueden llegar a tener los efectos de esta violencia, no sólo en sus víctimas más directas sino también en todo su entorno.

En este sentido, ubicar no sólo la violencia contra las mujeres sino también sus efectos en el terreno de lo social, de lo público, y abordarlos desde una perspectiva psicosocial contribuye tanto a nombrar y reconocer el problema como a entenderlo más allá de un mero conjunto de trastornos sino, más bien, como una serie de reacciones normales de las personas, en este caso de las mujeres, frente a las condiciones de desigualdad, marginación, amenaza y violencia provenientes del entorno, en relación y como un reflejo del contexto social en que vivimos.

Esta mirada nos permite trascender las posturas limitantes que se centran únicamente en el daño, mostrándonos como aún frente a hechos tan traumáticos las personas también son capaces de movilizar una serie de recursos que les permiten enfrentar estas situaciones, tanto desde lo individual como desde el colectivo, permitiéndoles afrontar las experiencias vividas y dotarlas de nuevos sentidos y significados, sin anular el dolor ni las emociones negativas –como la rabia, la impotencia, etc.-, sino más bien conviviendo con estas, usándolas como plataforma y convirtiéndolas en la fuerza que los impulsa a seguir, no sólo con sus vidas sino también con la lucha que muchos/as emprenden en busca de la justicia.

Esta lucha suma y fortalece los múltiples esfuerzos que se vienen dado hace años a lo largo de todo el país por visibilizar y denunciar la violencia cotidiana que se ejerce contra las mujeres, así como la incapacidad que ha tenido el Estado para responder a ésta de manera eficaz; esto es un ejemplo para todos y todas y es aquí donde se encuentran las mayores posibilidades de trabajo y avance, aportando –desde y junto con las víctimas, las mujeres, las familias, la ciudadanía- a la labor de generar un cambio en las construcciones y relaciones sociales discriminatorias y violentas buscando construir, en definitiva, una sociedad más democrática, equitativa y respetuosa de los derechos de todos y todas.

* Coordinadora del Área de Atención Psicosocial de la CMDPDH.

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