Por Julio Hernández Barros, Emilio Álvarez Icaza y Silvano Cantú Martínez *

Todos conocemos las cifras que dimensionan la crisis de derechos humanos que cruza México: más de medio centenar de miles de personas han perdido la vida en los últimos cinco años; entre tres mil y cinco mil personas han sido desaparecidas/os, según la ONU y la CNDH (aunque hay informes de la sociedad civil que contabilizan más de veinte mil); más de seis mil personas han sido puestas bajo arraigo, de las cuales – según el Subcomité de Prevención de la Tortura de la ONU – se sospecha que el 50% sufrió tortura, pero tan sólo al 3% se le ha condenado, según la PGR; así como, finalmente, un incremento de más del cuádruple en las quejas por tortura ante la CNDH con respecto a 2006; son algunos de los datos conocidos sobre la crisis. A lo anterior hemos de sumar los incontables y cada vez más frecuentes casos de violación sexual, feminicidio, secuestro, explotación laboral y sexual infantil, trata de personas y otros delitos cometidos principalmente por particulares, aunque con el concurso de funcionarios estatales o financieros corruptos.

Todo esto, ya lo sabemos, genera un profundo impacto social y económico, a la vez que humano. México se ha vuelto una inmensa fábrica de víctimas, y al momento no parece haber disposición de las autoridades a hacerse cargo de esta población agraviada que demanda lo razonable: justicia, asistencia, protección, verdad y reparación del daño. Un Estado omiso en la tutela de los bienes y los derechos de las víctimas se convierte en cómplice de los victimarios, por lo que el propio estado tiene la elevada responsabilidad de crear un sistema que permita a las víctimas o a sus familiares encontrar un acceso oportuno y suficiente a los sistemas de justicia que ponderen antes que la revictimización a la población o la perpetuación de la indiferencia hacia la víctima, la creación de mecanismos que contribuyan a eliminar la injusticia y la inequidad y busquen reparación integral de sus daños. Se trata de una urgencia de la sociedad que no ha sido atemperada históricamente y que busca evitar que las víctimas del delito y de violaciones de derechos humanos no sean tratadas con respeto a su dignidad, no tengan un verdadero acceso a la justicia, ni logren la reparación del daño a que tienen derecho.

Aunque en 2008 se agregó un apartado al artículo 20 de la normativa constitucional, que trata de evitar el trato desequilibrado de los derechos correspondientes a víctimas e imputados, en la realidad aún dista mucho para conseguirlo. Cuando un juez penal emite una sentencia, alguien ha ganado y alguien ha perdido el juicio. La víctima, en aspectos esenciales, no gana nunca. De igual modo, aunque el año pasado se creó la Procuraduría Social de Víctimas del Delito (PROVÍCTIMA), este mecanismo desconoce a las víctimas de violaciones graves a los derechos humanos, como han señalado tanto el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad como la CMDPDH.

Así las cosas, aun cuando reconozcamos los avances legislativos y administrativos en materia de protección a víctimas, estos resultan hasta ahora del todo insuficientes, pues no existe un instrumento que coercitivamente obligue a las autoridades en sus distintos órdenes de gobierno a cumplir y respetar sus derechos, entre los que se destaca la reparación integral.

Por todo ello, es hora de exigir no más “ventanillas de orientación”, Procampos, Fonaes y demás sustitutos de justicia y reparación que hoy se ofrecen a las víctimas, sino una respuesta contundente del Estado que contemple una atención integral a la problemática por la que atraviesa el país en su eslabón más vulnerable.

Recientemente se han discutido diversos y muy distintos proyectos de ley de víctimas, desde los que ofrecen la protección más débil (por ejemplo, sólo ocuparse de las víctimas del delito a nivel federal y sin un sistema de atención en forma, sino una mera ventanilla única como PROVICTIMA), hasta aquellos proyectos mucho más elaborados y consistentes en lo técnico y lo sustantivo, que incluyen un sistema nacional para la atención, asistencia y protección de víctimas, así como registros nacionales, obligaciones de aplicación general para los tres Poderes y los tres niveles de gobierno, y beneficiarios que han sufrido la violencia del crimen como la del Estado; entre esos proyectos se cuentan el de Ley General de Víctimas realizado por un grupo de expertos nacionales e internacionales articulados por el INACIPE (desarrollada a la luz del nuevo artículo 1º constitucional), o la Ley General para la Atención y Protección de Víctimas elaborado por la Oficina del Abogado General de la UNAM, proyectos en los cuales, dicho sea de paso, la CMDPDH y otras organizaciones de derechos humanos tuvimos una activa participación. A estos proyectos debemos agregar los que han trabajado las tres principales fuerzas políticas representadas en el Congreso, que reflejan matices varios entre los proyectos “mínimos” y los proyectos integrales de la sociedad civil y la academia.

Habida cuenta que las discusiones parlamentarias hacia esta ley tienen un plazo de un año a partir de la reforma constitucional en materia de derechos humanos de 9 de junio de 2011, la urgencia de su emisión, que no debe postergarse más allá de este primer semestre de 2012, nos impulsa a buscar la mejor ley en el menor tiempo posible.

Sabedores de que este tipo de milagros no se dan usualmente en nuestro Congreso, nos tranquiliza saber, sin embargo, que existen proyectos viables en lo técnico, en lo jurídico y lo político que permitan a México contar con una legislación que, más allá del resultado final de las discusiones, pueda mantenerse fiel a las demandas de las mismas víctimas y de expresiones sociales tales como el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y el espacio de trabajo para la Ley de Víctimas conformado por integrantes del MPJD, la CMDPDH, Fundar, el Centro de Colaboración Cívica, la Barra Mexicana de Abogados y expertos que participaron en la elaboración de alguno de los proyectos de Ley con que se cuenta. Esas principales demandas irreductibles en torno a la Ley de Víctimas son las siguientes cinco:

1. La Ley de Víctimas debe tener un alcance general, que obligue a todas las autoridades en los tres niveles de gobierno y los tres Poderes;

2. La Ley debe cubrir tanto a víctimas del delito como de violaciones de derechos humanos, es decir, debe ser reglamentaria de los artículos 1º párrafo tercero y del 20 C constitucionales;

3. La Ley de Víctimas debe contemplar derechos integrales a la asistencia permanente, el acceso a la justicia, la verdad y la reparación integral del daño, incluyendo medidas de ayuda inmediatas y humanitarias en el orden de la salud, alojamiento y alimentación, así como en materia funeraria y de transporte, determinar las medidas de protección y asesoría jurídica y hacer énfasis en las víctimas que tienen una especial condición de vulnerabilidad;

4. La Ley debe contar con mecanismos efectivos de reparación que trasciendan a la indemnización o la orientación, y deberá incluir medidas de restitución, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición;

5. La Ley establecerá un Sistema nacional de registro y atención a víctimas y datos forenses de carácter participativo y autónomo en presupuesto y gestión.

México requiere de esta ley, la ciudadanía la necesita, las decenas de miles de víctimas de la violencia la exigen; las y los legisladores tienen hoy en sus manos todos los recursos y el tiempo para aprobar la mejor ley posible: en México una ley integral de Víctimas a la altura de la urgencia social, es hoy solamente una cuestión de voluntad.

* Los autores son, respectivamente: Experto en derecho penal, participante en la elaboración de la iniciativa de la Ley de Víctimas del INACIPE; integrante del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad; Director del Área de Incidencia e Investigación de la CMDPDH.

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